‘¿Cómo te llamas guapo?’ Pregunta, hasta
cierto punto indiferente, aunque sus labios dibujan una mecánica sonrisa. Le
digo mi nombre. No tengo por qué mentirle, no tengo por qué inventar un nombre
falso intentando pasar inadvertido. Sólo soy uno más. Otro hombre al que
sacarle algunos billetes a cambio de unas cuantas caricias: un trato justo. Al
terminar la noche, ni siquiera recordará mi cara. Yo quizá nunca la olvide,
pero aún no lo sé. Coloqué mi mano sobre su magnífico muslo, tocándola
firmemente. No trae medias, así que estoy acariciando su piel. Me pregunta
también de dónde soy, y a qué me dedico. Le continúo diciendo la verdad. ‘Y por
qué vienes sólo’, me cuestiona continuando con el protocolo. ‘Simplemente me
dieron ganas de venir a ver chicas guapas, así como tú’. Me agradece y vuelve a
sonreír. Toma la mano que tengo sobre su pierna, y mirándome a los ojos me
pregunta si le invitaré un trago. ‘Claro’. Como ya he dicho, me parece un
intercambio justo: caricias públicas que den algo de vida a un alma rota y
jodida. Llama al mesero con una seña, y éste me pregunta si le puede traer un
tequila a la “dama”, asiento con la cabeza al tiempo que coloca su pierna
izquierda sobre mi pierna derecha, esa que sigo acariciando constante.
Por supuesto que le llama la atención que
esté solo en este antro, la mayoría viene con amigos, para tomarse unos cuantos
tragos mientras atractivas desconocidas se desvisten y posan al ritmo de la
música. Incluso puedes gritarles algún piropo vulgar, y nadie te dirá nada. Un
tipo de una mesa cercana a la mía ha pedido una “foto pa la banda”, Rubí, la
morena sobre el escenario, les ha mostrado una magnífica postal de su culo, al
atrevido individuo y a sus compañeros de juerga, incluso yo me he podido
deleitar con su gentileza. En esa mesa de cinco comensales, sólo dos tienen a
una chamaca sentada sobre sus piernas, los otros tres se conforman con mirar,
aplaudir y tomar sus tragos de un whisky de medio pelo, expresando, cada que
así lo desean, el placer que les causa la belleza o la rutina de la bailarina
en turno. Así estamos todos, unos 30 individuos, felices, llenándonos los ojos
de pechos bamboleantes y piernas estilizadas por los tacones, de sonrisas
falsas y tangas pequeñísimas, de poses deslumbrantes y movimientos que nos tienen
prácticamente babeando.
Italia, que así dice llamarse, no cree que
sea un cliente tan poco frecuente, que han pasado ya tres años desde mi última
visita a un tabledance. Eso es lo de menos, que me crea o no me crea, no tiene
importancia. Lo entiende cuando le digo que estaba casado, que tiene sólo mes y
medio desde que me separé. ‘Pobrecito’, toma mi rostro y besa mi mejilla, yo le
sonrío, tomo mi vaso y brindamos, ‘por el amor’ dice pícara, mientras vuelve a
chocar nuestras bebidas y me guiña un ojo. Y es que nunca he sido de andar en
tables y tampoco mis amigos lo acostumbran. Pero además, me sale caro, porque
no soy de los que se conforman con sólo ver, necesito tocar y sentir, hasta
donde ellas me permitan. Aparte de esto, mi timidez no es un obstáculo en esta
casa del placer: Italia vino a mí, no tuve que pedirle nada, ni ir hacia ella,
ni afrontar esa ridícula inseguridad en un lugar como este. Si llegas lo
suficientemente temprano, son ellas las cazadoras y nosotros las presas, ellas
las que se esmeran en seducirte. Pero aún así, si ninguna chica ha venido a
venderte sus caricias, un mesero puede ir por ella y traerla hasta tu mesa, la
que te haya gustado más: aquella rubia alta de pechos operados, o la morena de
las espectaculares nalgas, la chaparrita de cabello castaño con esa lencería
tan sensual o quizá la gordibuena con el tatuaje en la pierna derecha.
Italia ha resultado ser una mujer bastante
agradable. Su sonrisa ya no me parece mecánica, aunque sé que seguramente es
por la embriaguez del lugar, más los tequilas. Platicamos de cosas triviales. Le
digo lo que pienso sin preocuparme de su opinión. Su atención me pertenece, su
mirada es mía y su sonrisa también. Lo mismo que parte de su cuerpo: mi brazo
derecho rodea su cintura, ocasionalmente tocando sus pechos, mientras que mi
mano izquierda es ahora la dueña de su muslo, dejándolo por instantes, en los
que bebo de mi vaso. Resulta una gran terapia contra mis inseguridades estar
aquí. Con una belleza en mis brazos, totalmente pendiente de mí, de lo que
digo, de lo que hago. Todo lo que digo le parece interesante, me mira mientras
hablo: soy el rey del mundo. Mi reinado durará en tanto tenga billetes para
seguir pagando los tragos de mi “dama”, esta dama que me ha sacado del lodo por
un momento, que me ha devuelto la fe, al menos por un instante, para poder
devolverle la sonrisa y recibir un beso en la boca, un hipócrita beso que me
sabe a gloria.