Se subió al autobús tres cuadras después que yo, y tan pronto estuvo dentro de mi campo visual, no le quité la vista de encima hasta que se sentó dos lugares delante de donde yo estaba sentado, en la fila de asientos del lado opuesto. Afortunadamente, ya que de haberse sentado sobre mi hilera de asientos, hubiera sido imposible admirarla. Tenía el cabello castaño y lacio, largo, amarrado en una cola de caballo; unos hermosos ojos cafés, enmarcados por cejas pobladas bien definidas: el complemento perfecto para esos encantadores ojos. Era un rostro lindo, de facciones amables, su cara me sugería que fuera una mujer inteligente y divertida, con la que podrías platicar y reír, y pasar el mejor rato. Usaba aretes discretos, dos mariposas azules que lucían perfectas en sus pequeñas orejas. Debía tener unos 27 o 28 años, aunque nunca he sido bueno calculando la edad de una persona. Vestía de forma muy común: jeans y camiseta, con zapatos de piso, flats les dicen las mujeres. De su hombro colgaba una entre bolsa y mochila de piel, que abrió para echar en su monedero las monedas que le devolvió el chofer tras cobrarle el pasaje.
Y ahí seguía yo, mirándola como
hipnotizado. Volteando ocasionalmente hacia el otro lado para no resultar
molesto, pero lo suficientemente atento por si acaso ella decidía voltear hacía
mi lado y me obsequiaba otro bocado de sus lindos ojos cafés. Siempre he sido
un mirón, un mirón y un cobarde. El mirón que admira la belleza de una mujer
pero no tiene los huevos para saludarla e invitarla a ir por un helado o una
cerveza. El mirón que mientras mira, crea fabulosos diálogos en su cabeza donde
es el tipo más simpático e inteligente que esta chica se ha encontrado jamás,
por lo que no tiene motivo para rechazar su invitación, aun si tiene novio, que
tiene que ver si este nuevo individuo le conviene o le divierte más: ‘Hola, a
dónde vas’ ‘pues me pregunto si te gustaría ir por un helado o por un café
conmigo’ ‘me gustaría mucho saber quién se esconde tras esos hermosos ojos
cafés, y eso sólo puede pasar si conversamos un rato, con una taza de café por
ejemplo’ ‘cómo sabes que no soy yo el amor de tu vida’ ‘es lindo verte sonreír,
pero no me conoces y todavía no puedes saber si te repugno o si te agrado’
‘sólo si me obsequias tu compañía, yo pongo los cafés, o las cervezas, si es
que así lo prefieres’.
Soy sobretodo, elocuente en mi mente y
siempre tengo una buena respuesta para cada objeción que me pueda dar. Pero es
sólo mi mente la que ve nacer y morir esos idílicos escenarios que nunca dan el
salto a la realidad, a mi realidad. Aquí, en el mundo real, me acojono. Mi
miedo y mi timidez se unen a mi pavor al rechazo, y no soy capaz de hacer nada,
salvo mirar, mirar y admirar la belleza de alguna chica que se cruza en su
camino conmigo. Desde mi asiento únicamente veo el perfil trasero de la hermosa
chica de la coleta: su cabello amarrado, su cuello, su mejilla y el rabillo de
su ojo, salvo que voltee hacia acá y me obsequie su perfil completo.
Alguna vez tengo suerte y mi mirada se
cruza por un momento con la de “ella”, milésimas de segundo o uno o dos
segundos; esto último es la gloria, el paraíso por un instante, un instante en
el que siento que lo puedo todo, sobre todo si no retiró su mirada de fea
manera. Pero mis miedos son más fuertes, se han fortalecido con el paso del
tiempo y las oportunidades desperdiciadas, más algunos rechazos sufridos en el
pasado: cuando pude escabullirme al pavor, elegí mal mi batalla y quedé ahí con
mi cara de idiota, maldiciendo mi estúpido atrevimiento. Así que si tengo
suerte, “ella” se sentará o permanecerá de pie al alcance de mi vista, presa de
mi imaginación y mi deseo falaz.
La linda chica de los hermosos ojos cafés se levanta, puedo contemplarla de cuerpo entero por última vez. Sin detenerme
en sus piernas ni en sus caderas voy directo a ese bello rostro, a esos lindos
ojos que quedan tan bien en su cara, ahora pensativa, que ya sintió la mirada
de un idiota que la observa como un estúpido poseído. Me mira de reojo y
continúa hacia la salida del autobús. Ahora puedo voltear y mirarla por detrás
una última vez, a riesgo de parecerle un pervertido a la gente de la parte
trasera del autobús. Creo, supongo que siendo amable conmigo mismo, que no me
vio como un pervertido, pienso que mi cara de estúpido hipnotizado sólo pudo
decirle que me gustó, que me gustó mucho, y que eso puede hacerla sentirse
bien. Claro que no puedo saberlo, porque no hablaré con ella.
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