sábado, 4 de febrero de 2017

Cavilaciones matutinas



Le escuché decir a uno de mis primos alguna vez que si cierta chica que gustaba de vestir con jeans entallados y blusas escotadas fuera su novia, él no permitiría que usara esos atuendos. Además, la chica en cuestión es dueña –en esos días lo era– de un cuerpo bastante bien proporcionado que con la ropa antes señalada se robaba las miradas de los hombres a su alrededor.

“Pendeja si te hiciera caso”, pensé, aunque no lo dije. La verdad es que no creo que fuera un escenario propicio para hablar sobre la libertad de una mujer, no sólo para vestir lo que deseé, sino sobre otros aspectos de su vida. Sobretodo porque los presentes compartían –y supongo que lo siguen haciendo– esa visión ultramachista, y alguno de ellos incluso comentó algo todavía más acomplejado.

Diga lo que diga no les voy a cambiar una perspectiva que heredaron y que rige la sociedad en la que vivo, que está, para sorpresa de algunos, mucho más vigente de lo que creíamos.

Es agradable participar de una discusión en la que la gente escucha y argumenta, no lo es intercambiar dogmáticos puntos de vista aceptados por una colectividad sin argumentos, que aplaude cualquier estupidez a favor de su causa y que no tiene intención de escuchar lo que “el otro” diga, sólo de atacarlo. Al menos esa es mi experiencia.

La verdad es, que muchas veces me guardo lo que pienso, qué sentido tiene argumentar ante oídos sordos. Y la libertad que le doy a mi mujer es asunto mío, a pesar de lo que piensen los otros.

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